HistoriaInternacional

El ruso que quiso derrocar a Stalin

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La madrugada del 22 de junio de 1941, Adolf Hitler (1889-1945) daba inicio a la Operación Barbarroja, la mayor ofensiva militar que había visto la historia hasta ese momento. Tras un sorpresivo bombardeo de la Luftwaffe, cuatro millones de soldados y cinco mil vehículos blindados cruzaron las fronteras de la Unión Soviética.

Las unidades motorizadas avanzaban primero, en ocasiones, dejando atrás a las tropas enemigas, que ya serían liquidadas en retaguardia por la infantería. La prioridad era ganar terreno y no dar tiempo para reaccionar al enemigo. Era la guerra relámpago. Atrapadas entre las columnas alemanas, muchas unidades se rindieron sin combatir.

Hitler, por su parte, estaba tan confiado que esperaba que Moscú cayera antes de Navidad, por lo que ni siquiera equipó a sus tropas con uniformes de invierno. Un error colosal, puesto que cuando llegó diciembre, aunque cercada, la capital todavía resistía.

Un par de calcetines

En esos días, un soldado tiritaba de frío a las puertas de Moscú cuando recibió un regalo que solo podía agradecer. Eran un par de calcetines, y venían con una nota en su interior. “Envío estos calcetines como un regalo para el invencible ejército alemán y deseo vuestra victoria sobre los bolcheviques para que estos dejen de existir en todas partes y para siempre”, decía el manuscrito.

El texto lo firmaba Mijaíl Nikiforov, un campesino de la región rusa de Opochka. Junto a ese presente llegaron, para el soldado y sus compañeros, cientos de botas de fieltro, guantes y calcetines de lana, recolectados por los habitantes de aquella región. Aunque ahora resulte extraño, en su momento aquel gesto de gratitud no sorprendió demasiado a los alemanes.

Soldados alemanes cruzando la frontera rusa el 22 de junio, en el inicio de la Operación Barbarroja. Dominio público

Solo unos meses antes, ya habían visto cómo en Ucrania, Lituania y la parte más occidental de Rusia muchos les recibían con flores y vítores. Tras padecer los crímenes del estalinismo, algunos vieron en los invasores a una fuerza liberadora.

Este hecho hizo que algunos en Berlín empezaran a pensar en nuevas posibilidades. ¿Por qué no formar un ejército de soldados rusos que colaborara en la invasión? Aunque ya existían algunas pequeñas unidades de combatientes eslavos, estas no tenían un objetivo político claro. Aparte de derrocar a Stalin, el Reich no les ofrecía nada.

El De Gaulle ruso

Alfred Rosenberg (1893-1946), el máximo responsable de los territorios ocupados en el Este, pensó que se estaba desaprovechando una oportunidad. A pesar de ser un nazi militante, era contrario a someter y esclavizar a los eslavos. Rosenberg era partidario de ofrecerles una autonomía política, para que así tuvieran un motivo para colaborar.

Lo mismo pensaba el diplomático nazi Otto Bräutigam (1895-1992), que llegó a decir que se necesitaba a un De Gaulle ruso, un general con el prestigio suficiente como para liderar un movimiento de oposición a los bolcheviques.

Alfred Rosenberg.  Bundesarchiv

Pues bien: ese hombre apareció el 12 de julio de 1942, en una cabaña de una pequeña aldea rusa. Llevaba dos semanas vagando por el bosque, y por su aspecto parecía más un mendigo que un general. No obstante, se trataba de Andréi Vlásov (1900-1946). Para los rusos es, todavía hoy, un traidor.

Vlásov nació en el seno de una familia campesina, de esas que vieron con buenos ojos el ascenso de los comunistas al poder. Su abuelo había sido siervo, y a su padre le costó mucho esfuerzo que sus hijos pudieran ir a la escuela. Aun así, el joven tuvo que sufrir las distinciones de clase mientras estuvo en el seminario.

Por ello, cuando fue alistado en el Ejército Rojo, sirvió con méritos. Era un joven convencido de la causa por la que luchaba. Según George Fischer, uno de sus biógrafos, tenía incluso una visión algo naíf de la Revolución. Para él, los bolcheviques llevarían la libertad, la felicidad y el pan para todos los rusos.

¿Quién es el culpable?

Además de eso, Vlásov resultó ser un oficial brillante. Sabía cuándo dedicar una palabra amable y cuándo ser severo con la tropa, ganándose su afecto. Ascendió rápidamente en el escalafón militar. Ya era general cuando, en 1940, el mismo Stalin le concedió la Medalla de la Orden de Lenin.

De hecho, el gran jefe tenía una querencia especial por él. Al fin y al cabo, tras sus numerosas purgas se había quedado sin oficiales con experiencia, y resultaba reconfortante disponer de un hombre capaz y convencido con la causa.

A Vlásov le resultaba doloroso ver a su ejército descoordinado, y sin suficientes municiones y vehículos

Pero su militancia sería puesta a prueba con el estallido de la guerra con Alemania, cuando, en noviembre de 1941, se le encargó la difícil tarea de defender Moscú. Desde verano, Vlásov había asistido a un espectáculo penoso. Le resultaba doloroso ver a su ejército descoordinado, y sin suficientes municiones y vehículos.

Alguien no había hecho su trabajo, y ahora la capital era una ciudad en pánico, cuyos ancianos y mujeres eran obligados a cavar trincheras. ¿Cómo se había llegado a esa situación, si el país llevaba veinticuatro años preparándose para la guerra? En ese momento, el general solo pudo hallar un responsable, dice Fischer, y ese era el régimen bolchevique.

En poder del enemigo

Tras hacer retroceder a la Wermacht en Moscú, fue enviado a sofocar otro incendio. Puesto al mando del 2.º Ejército de Choque, debía romper el cerco sobre Leningrado. Logró avanzar varios kilómetros por territorio enemigo, pero fue un esfuerzo fútil, pues el resto de generales no conquistaron ni un solo metro.

Con sus hombres abandonados, pasando hambre y entregados a una muerte segura, a Vlásov le asaltaron de nuevo las dudas. En Vlásov and the Russian Liberation Movement (1987), Catherine Andreyev cuenta que fue en ese momento cuando decidió que seguir luchando por aquel régimen significaría alargar el sufrimiento de su pueblo.

Retrato de Andrey Vlàsov.
Andréi Vlásov. Bundesarchiv, Bild 146-1984-101-29 / CC-BY-SA 3.0

Por si esto fuera poco, pocos días antes había recibido un telegrama inquietante. Desde Moscú, su mujer le decía: “Querido Andréi, ayer tuvimos visita, pero todo está bien”. Al instante entendió lo que le quería decir: los hombres del NKVD, la policía secreta de Stalin, habían registrado su casa. Al parecer, sospechaban que mantenía correspondencia con una organización que pretendía derrocar al dictador.

Tras quince días extraviado, el 12 de julio de 1942, se entregó a una partida de soldados alemanes. Fue trasladado al campo de Vinnitsa (Ucrania), un cómodo presidio para oficiales de alto rango. Fue allí donde, por primera vez, propuso la creación de lo que llamó el Ejército Ruso de Liberación (Russkaia Osvoboditelnaia Armiia, o ROA). Para su sorpresa, habría quien le escuchara en el alto mando alemán.

“Subhumanos” y arios

A las pocas semanas llegaba al campo el capitán Wilfried Strik-Strikfeldt, un agente de la inteligencia de la Wermacht, que coincidía en muchos puntos con su pensamiento. Al igual que él, este pensaba que el Reich debía cambiar su política de mano dura con los rusos por otra más amable, y darles así un motivo para tomar las armas.

Pero, como explica Catherine Andreyev, el ingenuo general había confundido la realidad con los deseos. Desde el inicio de la invasión, la política alemana con respecto a los territorios orientales se había guiado por lo escrito por Hitler en Mein Kampf. En ese manifiesto político, los rusos eran presentados como “subhumanos” que debían ser desplazados de su territorio para que este fuera ocupado por ciudadanos arios.

Sobre el terreno, los Einsatzgruppen, un cuerpo paramilitar de las SS, actuaban de acuerdo con ese ideal. También la Wehrmacht, la misma a la que lanzaban flores en 1941, acabó compitiendo con las SS en cuanto a brutalidad. Strik-Strikfeld no mentía cuando dijo que había jerarcas en el alto mando que discrepaban de esa política, pero ninguno de ellos formaba parte del entorno cercano del Führer.

Esto facilitó el trabajo a Stalin, que quería convertir la guerra en una suerte de gran cruzada por la patria. Olvidándose por un tiempo del internacionalismo comunista, apeló de nuevo a las viejas tradiciones del ejército ruso, y disminuyó la represión sobre la Iglesia ortodoxa.

Ucranianos prominentes dan la bienvenida al ejército nazi.
Ucranianos prominentes dan la bienvenida al ejército nazi. Dominio público

La maniobra fue un éxito. Como afirmó el historiador ruso Viktor G. Bortnevskii, logró que buena parte de los rusos olvidaran que estaban bajo una tiranía, para enfrentarse a un enemigo aún mayor.

Carne de cañón

En 1944, Vlásov pasaba los días en Berlín agarrado a una botella de vodka, cuando recibió la visita de Heinrich Himmler (1900-1945), quien, finalmente, iba a dar su bendición a la creación de la ROA.

Su anfitrión se sorprendió gratamente por el cambio de opinión de Himmler, un firme defensor del racismo antieslavo, que, por fin, había visto que necesitaba a los rusos de su lado si quería derrotar al comunismo. La realidad, sin embargo, era mucho menos poética. En ese momento, Alemania estaba a punto de ser derrotada, y cualquier ayuda era buena.

Formada por una mezcla de prisioneros de guerra y anticomunistas, todos voluntarios, la ROA entró en combate el 11 de febrero de 1945. Con solo la mitad de los pertrechos prometidos, y casi sin vehículos motorizados, sus efectivos se dieron cuenta de que la idea de los alemanes era usarlos como carne de cañón. Así, en mayo de ese mismo año, Vlásov protagonizó su enésimo cambio de opinión, y se volvió contra los alemanes.

Atrapados entre dos regímenes que los odiaban, los hombres de la ROA decidieron apoyar el alzamiento que se había producido en Praga contra los nazis. No hay consenso entre los historiadores acerca de por qué lo hicieron, bien por convicción, bien por querer ganarse el favor de los soviéticos. Sea como fuere, lo cierto es que fueron clave en la liberación de la ciudad.

Vlásov instruyendo a soldados del ROA en 1944.
Vlásov instruyendo a soldados del ROA en 1944. Bundesarchiv, Bild 183-N0301-503 / CC-BY-SA 3.0

Su heroísmo no les salvó, sin embargo, de la venganza del Ejército Rojo, que, tras su entrada en la ciudad, ejecutó a todos los efectivos de la ROA que encontraron, incluidos a doscientos que fueron ametrallados en las camas del hospital donde yacían. El mismo destino le esperaba a su general, que fue juzgado por alta traición y ahorcado en Moscú en 1946.

En este episodio de la historia, queda otra pregunta por responder. ¿Qué era Vlásov? Según la mayoría de historiadores rusos, un oportunista y un traidor. Al fin y al cabo, según Bortnevskii, cometió el error fatal de luchar contra su propio pueblo, aunque pensara que luchaba contra Stalin. Otros, como Andreyev, creen que su principal crimen fue el de ser un ingenuo, alguien que tardó demasiado en darse cuenta de la verdadera naturaleza del nazismo, pero que en su última hora protagonizó una gesta heroica.

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