La devoción al iscariote en la religión permutada
Por Flavio Infante
Tal como lo hiciera la National Geographic en la Semana Santa de 2006 al presentar con el mayor alarde publicitario un documental acerca del «Evangelio de Judas» (manuscrito gnóstico del siglo IV de un texto redactado dos siglos antes, y que ensaya una blasfema reivindicación del Iscariote), el pasado 1 de abril, Jueves Santo, L’Osservatore Romano se despachó en su misma portada con un artículo acerca de la supuesta bienaventuranza del apóstol traidor, acompañando el delirio textual con una ofensiva iconografía alusiva al caso, que representa a Jesús descendido de la cruz abrazando el cuerpo inerte del traidor. La elección de aquella semana en la que se conmemoran más enfáticamente los principales acontecimientos de nuestra Redención para sustituirlos con esta fábula impía revela un propósito de inocultable malicia. Quince años atrás lo hacía un órgano de prensa sin dudas poco interesado en exaltar la fe cristiana; hoy hace lo propio el principal periódico dizque católico, cumpliendo la misma faena centrípeta verificada en relación con las herejías y errores propagados en la edad presente, que de ser cosa de los enemigos pasó raudamente a integrar el acervo de la neo iglesia.
La apocatástasis de Bergoglio exacerba, con su siempre melindrosa apelación a la «misericordia», aquella rehabilitación de todos los personajes malditos del Antiguo Testamento que pergeñaron los cainitas de los primeros siglos, que de la defensa del primer fratricida se extendieron al aplauso de Babel, de Sodoma, de Esaú, de todo cuanto individuo o nación hubiese tomado parte en la sublevación contra Dios. En el «Evangelio de Judas» el traidor aparece como el apóstol predilecto de Cristo, encomendado por Éste mismo para la obra de traición luego consumada. En medio de descripciones empalagosas de eones y angelogonías típicas del demente magín gnóstico, Jesús le promete a Judas que superará en importancia a los otros apóstoles «porque tú sacrificarás el hombre que me reviste», verbo este último que sugiere un vínculo entre esta herejía y la monofisita, que negaba la unión hipostática para afirmar la sola naturaleza divina de Cristo.
Pero, a poco ver, el vínculo de unión entre las distintas herejías parece deba buscarse en el tránsito facilitado por el descontento de la Revelación hacia la afirmación de la existencia de un doble principio, como resulta especialmente manifiesto en el caso del maniqueísmo y sus distintas reviviscencias medievales. Es como si se dijera: “la Revelación cristiana oculta una mitad de la verdad. Descubramos esa otra mitad ensombrecida para honrarla oportunamente”. Esta «adición» a lo revelado de una noticia que yacía presuntamente en las tinieblas acaba haciendo de sus entusiastas, por propiedad transitiva, adoradores del príncipe de las tinieblas, y todo lo que la doctrina cristiana reconoce bajo la especie del mal se les vuelve objeto de culto. El Apocalipsis destacará a suficiencia, en sentido finalista, la relación existente entre esta osadía de “completar” la Revelación por propia cuenta y la consecuente asignación de males: «yo protesto a todos los que oyen las palabras de la profecía de este libro, que si alguno añadiere a ellas cualquier cosa, Dios descargará sobre él las plagas descritas en este libro (22, 18)».
La herejía parasita a la ortodoxia y vive a su sombra. El hereje también es, a su modo, un “maestro de la sospecha” al endilgarle al magisterio de la Iglesia parcialidad o incluso una omisión deliberada de verdades que él vendría a descubrir, sin perder la asidua referencia al dato revelado, vuelto sostén de sus aberraciones. A este precio Judas deja de ser aquel de quien el Señor dijo que «más le valdría no haber nacido» y «el hijo de la perdición», y de cuyo ministerio san Pedro aseveró el día de la elección de Matías que «cayó por su prevaricación para irse a su lugar», en clara perífrasis del infierno. Bergoglio, que ya trató de esto alguna vez, ve a Judas llevado en hombros de Cristo en un capitel de la basílica de Vézelay en Borgoña, en un ademán de indulgencia para con el traidor-suicida (en verdad, no se reconoce al Redentor en esta imaginería que lo despoja de la habitual barba y pone en su rostro una mueca de disgusto, sino más bien al sepulturero abocado a la ingrata tarea). Ni le faltó a Francisco, en otra ocasión, remembrar la curiosa homilía que el padre Primo Mazzolari, párroco de Bozzolo y precursor del Concilio Vaticano II, pronunció el Jueves Santo de 1958 a propósito del de Karioth: « me conformo con pediros un poco de piedad por nuestro pobre hermano Judas. No os avergoncéis de asumir esta fraternidad. Yo no me avergüenzo, porque sé cuántas veces he traicionado al Señor; y creo que ninguno de vosotros debería avergonzarse de él […] Judas es un amigo del Señor incluso en el momento en el que, besándolo, consumaba la traición del Maestro […] Yo quiero también a Judas, es mi hermano Judas. También rezaré por él esta tarde, porque yo no juzgo, yo no condeno; debería juzgarme a mí, debería condenarme a mí. Yo no puedo no pensar que es también para Judas la misericordia de Dios, este abrazo de caridad, esa palabra amigo, que le dijo el Señor mientras él lo besaba para traicionarlo; yo no puedo pensar que esta palabra no se haya abierto brecha en su pobre corazón. Y tal vez, en el último momento, al recordar esa palabra y la aceptación del beso, Judas también sintió que el Señor lo quería y lo recibía entre los suyos. Tal vez fue el primer apóstol que entró, junto a los dos ladrones. Un séquito que parece no hacer honor al Hijo de Dios, como algunos lo conciben, pero que es una grandeza de su misericordia». De paso, y como se advierte sin dificultad en el universal arreo, la promesa hecha por el Señor a san Dimas puede extenderse al otro ladrón que lo insultaba desde su propio patíbulo.
La rehabilitación de Judas tiene también, sin dudas, una explicación psicológica. Es comprensible que tanto prelado avezado en la imitación del Iscariote acabe por proponer su panegírico: se trata, al cabo, de un modo elíptico pero no menos real de autojustificarse. Importan, con todo, las connotaciones últimas de este desaguisado en el que, como lo vimos, concurre la corriente subterránea de las más repelentes herejías históricas en el sumidero de todas ellas, tal como san Pío X cognominó al modernismo hoy cínicamente triunfante. Es conocido aquel final que el padre Julio Meinvielle le puso a su obra De la cábala al progresismo a propósito de la «Iglesia de la promesa» y la «iglesia de la publicidad» como gobernadas ambas por un mismo papa, hipótesis hasta entonces no ensayada por nadie, según parece. La exaltación de Judas desde la portada de L’Osservatore Romano a caballo de las tesis bergoglianas confirma, a propósito de la obra de disolución confiada a la publicidad eclesiástica, otra certera anticipación del autor: «el Misterio de Iniquidad consiste precisamente en que el “Aparato publicitado de la Iglesia”, que debía servir para llevar las almas a Jesucristo, sirve en cambio para perderlas y esclavizarlas al demonio. Aquí está el “misterio de perversidad”. Que la sal se corrompa y deje de salar (Mat. 5,13) […] Unos años más, y de no intervenir directamente la mano de Dios, el “Aparato publicitado de la Iglesia Católica” profesará una religión completamente distinta de la que nos enseñó Jesucristo y que nos han transmitido los Padres, Doctores y Santos de la Iglesia (Prólogo a “La masonería dentro de la Iglesia” de Pierre Virion, en El progresismo cristiano, pp.131-132, Cruz y Fierro editores, Buenos Aires, 1983). Es, cabalmente, lo que tenemos ante nuestros ojos: la religión permutada en su simio.