Murió Ennio Morricone, el niño terrible de la música de las bandas sonoras
¿Cómo definiría su estilo? «Mi estilo es siempre el de la película. Trabajo para un director, no para mí». Con motivo de la concesión del último Premio Princesa de Asturias, Ennio Morricone exhibía al teléfono hace menos de un mes una amabilidad que le costaba en las distancias cortas. Le cansaba el ejercicio de memoria que siempre exige una entrevista a vueltas con una carrera de más de 500 bandas sonoras.
En esta última ocasión se mostraba exultante. Hasta feliz, que es un grado más educado y profundo de la simple euforia. «Uno no sabe nunca por qué piensan en él para los premios. Pero siempre es una sorpresa. Sólo los tontos esperan que les premien». Digamos que su surtido de frases más o menos recurrentes estaba pensado para evitar la posibilidad de una repregunta. ¿Vendrá a España a recoger el premio? «Por supuesto, cuente con ello».
Este lunes, a los 91 años, murió el más popular de los compositores de cine, autor entre otras de las músicas de La misión, Cinema Paradiso y El bueno el feo y el malo. Y hasta revolucionario. Y, por supuesto, inagotable. No sólo es el responsable de la melodía del spaghetti-western. También lo es de buena parte del cine italiano y, apurando, el gran renovador de la banda sonora de cuantos compositores empezaron en los años 60. Si hubiera que atribuirle el estilo en que él no quiere reconocer, se podría hablar de una forma muy meditada, tal vez milimetrada, siempre pendiente de la colaboración y complicidad de la audiencia.
Morricone buscaba siempre el eco, la reverberación. Todos los instrumentos le valen, desde el silbido humano al berimbao, pasando por el repicar de campanas que se alejan o unas imponentes masas corales. Se habla de la inspiración, en lo que al Oeste de Almería se refiere, en el Degüello mexicano de Dimitri Tiomkin. De eso y de un tacto especial para reconocer algo tan delicado y único, a la vez que universal, como la simple emoción.
«Para mí, es más que un simple colaborador. He construido cada una de mis películas con él. No es que Cinema Paradiso sería otra sin su música, simplemente sin Morricone no sería. Y así una a una todas mis películas», decía hace poco menos de una semana Giuseppe Tornatore sobre Morricone. Su comentario iba a cuenta del reestreno de la cinta que todo el mundo ama aunque sea a escondidas. Al fin y al cabo, pocas veces ha sido retratada de manera tan cálida y divertida la condición eminentemente popular de un arte, en efecto, popular.
Si a John Williams, el otro premiado por la princesa, le corresponde el privilegio del clasicismo romántico, de Morricone es la virtud de lo diferente, lo único, lo arriesgado, lo siempre nuevo. Él remodeló el sonido de la pantalla desde la heterodoxia, desde el cine desprendido de prejuicios, desde la producción exploitation o de autor. Morricone convirtió la música en algo más que un generador de ambientes acústicos. Su música se toca y tiene un lugar en el reparto al lado del protagonista. Una mirada al sol acompañada de un golpe seco, de un chasquido, de apenas un susurro, es una mirada por fuerza mítica. Sus melodías son tan potentes que en más de una ocasión Sergio Leone, el director de los westerns las hacía sonar en el rodaje para que fueran ellas las que marcaran la pauta de la actuación.
UNA INFLUENCIA QUE TRASCENDÍA LO CINEMATOGRÁFICO
Ennio Morricone recibió un Oscar honorífico en 2006 y ganó el Oscar a la mejor banda sonora en 2016 por Los odiosos ocho. Una línea algo más que evidente une a Leone con el director de Pulp Fiction. Entre sus trabajos cerca de la leyenda, destacan Por un puñado de dólares, La muerte tenía un precio, El bueno, el feo y el malo o Hasta que llegó su hora. Todos de Leone, todos de los sesenta, todos, a su modo, españoles de Almería.
No obstante, y pese a su fama, es uno de los compositores más versátiles de la historia del cine y también de los más influyentes del siglo XX. Sus composiciones para Días del cielo, de Terrence Malick, La misión, de Roland Joffé, Átame, de Almodóvar (del que no entendía ni entendió nunca su silencio) o la citada Cinema Paradiso así lo demuestran.
Eso además de ser en su momento referencia para Pier Paolo Pasolini (Teorema y El decamerón), Gillo Pontecorvo (La batalla de Argel y Queimada!) o Bernardo Bertolucci (Novecento y La tragedia de un hombre ridículo). Morricone sabe que cualquier película en la que participaba era también de él; del director que sea y de su mal genio. Las películas palpitan por y con su música.
Desde el cine oculto al sello de autor, él lo ha podido y lo puede todo. Y más allá. «Si se escribe como dicta la costumbre, uno se olvida de investigar y de perseguir la originalidad. Te dejas atrapar exclusivamente por el oficio, por la tradición, por la mecánica de la rutina, por esa habilidad aprendida y ya aplicada de manera pasiva», explica en su libro En busca de aquel sonido (Malpaso). Y le creemos.
Y todo ello sin olvidar su influencia mayúscula en el pop. No es casualidad que Muse y Metallica abran sus conciertos con Man with a Harmonica y The Ecstasy of Gold, que Pat Metheny y Charlie Haden hayan grabado una versión del Love Theme de, otra vez, Cinema Paradiso o que Danger Mouse, productor clave del pop-rock actual, haya colaborado con Danielle Luppi para editar un álbum como Rome, un homenaje al maestro con colaboraciones de Jack White y Norah Jones. Thom Yorke (cantante de Radiohead) lo considera su «gran obsesión» y Giorgio Moroder afirmó que fue Morricone quien le inspiró a dedicarse a la música.
Cuentan las crónicas que a los seis años, este aprendiz de trompetista convertido en icono de modernidad compuso su primera obra. Y hasta hoy mismo 520 partituras después. Inagotable. Hay quien mantiene que la mejor banda sonora de este arte secular, y hasta ligeramente milenario sin quererlo, que es el cine tiene su mejor banda sonora en Érase una vez en América, la película con la que Sergio Leone y Morricone redefinieron el sentido del propio tiempo. Y no hay manera de llevar la contraria a los que esto piensan. Pensar en ella es recordar su música, es silbar Amapola mientras se espía el impulso y majestad del primer deseo; del primer y único amor.
Dice Morricone (o decía Morricone), en un ejercicio de modestia sorprendentemente alegre, que su trabajo no tiene más función que la de ser funcional. «Sinceramente, creo que a veces perdemos de vista lo esencial. Me preguntan por el valor de la música en una película y sólo puedo decir que mi trabajo es válido siempre que ayude a la propia película. Le diré una cosa: una película mala lo será independientemente de la banda sonora. Pero una música inspirada nunca podrá hacer buena a una película», comenta sin interrumpir ni por un segundo su inmejorable y ya eterno estado de ánimo. Descanse en paz.