Los zares de Rusia, pioneros en los concursos de belleza
El príncipe de la Cenicienta que les prueba el zapatito a todas las doncellas de su reino hasta encontrar a la elegida no era sólo una caprichosa fantasía de cuento infantil; posiblemente tenía su origen en esta tradición milenaria. Un método de selección de esposa que imperó en la Rusia zarista por muchísimo tiempo, heredado además de otro imperio: el bizantino. Y practicado incluso por los mongoles.
Fue gracias a este método que en el siglo XVII los Romanov llegaron al poder y fundaron una de las dinastías más duraderas.
Pero antes de eso, Iván el Terrible, coronado a los 16 años como gran príncipe de Moscú y de toda Rusia, fue el primero en usar el nombre de zar (césar) y también el primero en seleccionar a su esposa con este método. La elección se hizo entre 500 doncellas provenientes de todos los rincones de su reino y pertenecientes a la pequeña nobleza, incluso empobrecida.
La elegida, a comienzos de 1547, fue Anastasia Románovna Zakharina-Yúrieva y, gracias a ella, surgió, años después, la dinastía Romanov, porque cuando la descendencia de Iván se extinguió y no hubo más heredero de sangre, la Iglesia rusa y los boyardos (la alta nobleza) miraron en el entorno de la familia del zar y eligieron a un sobrino nieto de Anastasia, Miguel Romanov, nieto del hermano de la zarina. Contra todos los pronósticos, en una Rusia convulsionada por la descarnada lucha de diferentes clanes por el poder, éste logró estabilizarse en el trono y fundar una dinastía que perduró hasta el siglo pasado, cuando la Revolución Rusa la derrocó en 1917.
A partir de Iván el Terrible, las esposas del zar fueron elegidas con ese método, entre concurso y desfile de novias. No se trataba de un concurso de belleza al estilo actual, aunque esa cualidad se daba por descontada. Las más agraciadas entre las hijas de familias nobles de todo el país eran congregadas en Moscú para ser examinadas por los casamenteros del zar. La riqueza no era un elemento importante; por el contrario, se elegía a la novia entre la nobleza menor, justamente para evitar una lucha a muerte entre los más ricos y poderosos del reino que ya rodeaban el trono.
Una cualidad fundamental era la salud de la elegida: su principal función sería darle herederos al zar y, para esa tarea, una constitución debilucha o un aspecto enfermizo eran puntos en contra. Un desmayo, una descompostura, una náusea podían ser descalificantes.
La selección comenzaba con una recorrida de enviados de la Corte por todo el reino visitando a las familias “decentes” de las distintas regiones. Las precandidatas elegidas eran enviadas a Moscú, a casa de parientes, o bien a una mansión especialmente preparada para acogerlas.
Tras una primera gran revista quedaban unas 60 ó 70 candidatas, cuidadosamente arregladas para la ocasión por sus familias.
Venía entonces una inspección más rigurosa a cargo de médicos y consejeros del zar de la que surgía una selección de jovencitas que eran llevadas a los departamentos reales para una nueva etapa llamada smotrini (revista) que realizaba el futuro esposo, tras lo cual quedaba un puñado de entre 6 ó 7 candidatas.
Estas muchachas eran llevadas a una mansión especial del Kremlin donde seguían las evaluaciones, en especial, por parte de los médicos, de su presunta fertilidad.
“Las (candidatas) descartadas recibían regalos y eran devueltas a sus casas”, dice Simon Sebag-Montefiore, autor de Los Romanov (Crítica, 2016). Las otras eran presentadas al zar “que manifestaba su decisión entregando su pañuelo y un anillo de oro a la joven elegida”.
En los anales de la historia rusa Anastasia Románovna, que atravesó esta rigurosa selección para casarse con Iván IV, es descrita como una joven graciosa y femenina, de baja estatura. Nikolaï Karamzin, historiador ruso del siglo XVIII, dice: “Los contemporáneos que describen sus cualidades le atribuyen todas las virtudes femeninas: pudor, humildad, piedad, sensibilidad, bondad, aliadas a una gran inteligencia; no hablan de su belleza, porque esta era considerada una cualidad indispensable para la feliz novia del zar”.
Lo de feliz es tema discutible. Las zarinas llevaban una vida de reclusión casi total, alejadas de la mirada de público y dedicadas exclusivamente a las labores y a parir hijos. Como lo describe Sebag-Montefiore, “las mujeres de la familia real permanecían encerradas en el térem, aposentos no muy distintos del harén musulmán”.
“Envueltas en pesados velos, asistían a los oficios religiosos desde detrás de una reja; sus carruajes llevaban cortinas de tafetán, para que no pudieran ver el exterior ni ser vistas por nadie”, sigue diciendo. Tenían prohibidos los espejos, el maquillaje y cualquier coquetería.
Pero incluso antes de esta vida monacal, el desafío para ellas era atravesar indemnes el estadio de novia elegida y llegar a casarse con el zar. Porque la elección del soberano no ponía fin a la competencia entre los clanes por colocar a su candidata.
Obviamente, el matrimonio de un zar era un asunto político: la familia de la novia pasaba de inmediato a formar parte de la mesa chica del poder y con éste venía la riqueza. Algunos suegros o cuñados llegaron a tener una influencia descomunal.
“Aquellos espectáculos -escribe Simon Sebag-Montefiore en relación a los concursos de novias- estaban destinados a calmar la brutal rivalidad existente entre las diversas facciones de la corte utilizando un ritual abierto para escoger una doncella respetable perteneciente a la pequeña nobleza de provincias. Los zares preferían casarse con alguien situado por debajo de ellos para evitar cualquier lazo que los uniera con las facciones de los boyardos, que no deseaban de ninguna manera que la novia estuviera emparentada con sus rivales. Pero cada facción aspiraba en secreto a promocionar a alguna chica que guardara algún parentesco (por lejano que fuera) con ella”.
Casándose con una joven de una familia hasta entonces ajena a la corte o al menos distante de ella, el zar evitaba quedar en manos de una de las facciones dominantes en su entorno. Claro que su elección entronizaba a un nuevo clan. Un clan advenedizo.
En el año 1615, el primer Romanov, Miguel, siguiendo el método por el cual su antecesor Iván el Terrible se había casado con su tía abuela Anastasia, convocó a un concurso de novias.
Estos no eran tan transparentes como su organización podía hacer creer. Una forma de manipulación era disponer de varias candidatas en la última selección para tener más chances de que la futura zarina perteneciera a una familia del área de influencia del boyardo en cuestión. Pero como la decisión final estaba en el zar, esta estrategia podía fallar.
La primera elegida de Miguel, María Khlopova, no fue del gusto de algunos poderosos. A poco de su consagración como novia, la muchacha sufrió un vómito y un desmayo en público. Cundió la alarma. Según Sebag-Montefiore, los médicos volvieron a revisar a la chica y, sobornados por uno de los hombres fuertes del Kremlin y a instancias de la madre de Miguel a la que la candidata no le gustaba, declararon que María ocultaba una enfermedad incurable y la joven y su familia fueron desterradas a Siberia. De la gloria al olvido en un abrir y cerrar de ojos.
Miguel se había prendado de la joven y por cuatro años se negó a elegir otra novia.
Pero era fundamental que tuviera herederos. La sucesión era siempre un momento de turbulencia que ponía en riesgo la continuidad de las dinastías; por lo tanto, la certeza de tener herederos era clave para la estabilidad del poder de los autócratas.
En el segundo concurso, Miguel aceptó casarse con la elegida de su madre, Maria Vladimirovna Dolgorukaya, pero casi como una revancha del destino, la zarina enfermó de inmediato y murió a los pocos meses.
Esta vez, el nuevo concurso fue convocado de inmediato, y sin interferencias Miguel eligió a Eudokia Lukyanovna Streshneva, hija de una familia de pequeña nobleza rural. La novia llegó al Kremlin solo 3 días antes de la boda, lo que era inusual; la explicación estaba en el temor del zar de que la joven fuese víctima de una conspiración, enterado ya de que la primera novia elegida había sido objeto de sabotaje.
En 1810, el historiador Platon Petrovich Beketov dedicó un libro al relato de esa boda, que tuvo lugar el 5 de febrero de 1626. y, en el prefacio, escribió que se trataba de una “circunstancia” muy “digna de mención, porque nos recuerda el momento en que Rusia, por así decirlo, resucitó”.
En efecto, la boda de Miguel Romanov consolidaba a una dinastía que debía legitimarse en el poder, tras lograr poner fin a un largo período de inestabilidad.
La nueva zarina tuvo diez hijos. El segundo, Alexei, fue el heredero y sucesor de Miguel.
Como su padre, también Alexei ocupó el trono siendo muy joven, con apenas 16 años. Ello explica la enorme influencia que en su reinado tuvo su tutor, Boris Ivanovich Morozov, que aprovecharía el matrimonio del zar para consolidar aún más su dominio en el Kremlin.
El zar Alexei, segundo Romanov en el trono, también eligió a su esposa a través de un concurso. Antes de presentarlas al soberano, los boyardos tomaron examen a unas 200 jovencitas.
Alexei eligió a Euphemia Vsevolozhskaya, pero en medio de los preparativos para la boda, la joven sufrió un desmayo. Morozov dictaminó que la desdichada estaba enferma, y tanto ella como su familia fueron expulsadas del Kremlin. Un déjà vu…
Existe entre los historiadores la fuerte sospecha de que se trató de una manipulación de Morozov, que así pudo imponer a su propia candidata, María Miloslavsky, hija de un capitán del zar y aliado del influyente maestro.
Sobre ella, un testigo de época, un diplomático de Curlandia (Letonia), Jacob Reutenfels, escribió: “Es una mujer de linda edad, de talla majestuosa, con ojos negros saltones, su rostro es agradable, su boca redonda, su frente alta, todos sus miembros son armoniosamente gracioso, tu voz afinada y agradable y sus modales de lo más delicados”.
Morozov se casó con la hermana de la zarina, Ana, para asentar de esta manera su influencia convirtiéndose en pariente del zar.
María dio a luz a 13 niños, cinco varones y 8 mujeres. Pero varios de ellos tenían muy mala salud. Cuando la zarina murió, el 13 de marzo de 1669, en su 13° parto, Alexei, entonces de 39 años, decidió reincidir en el matrimonio.
Morozov ya había fallecido pero el clan de los Miloslavsky, los parientes de María, seguía siendo un partido muy influyente. Un nuevo matrimonio del zar no era nada auspicioso para ellos. Un hijo sano de una nueva esposa sería una amenaza, como de hecho sucedió.
Pero el zar reparó en la joven protegida de uno de sus amigos, Artamon Sergeyevich Matveev, uno de los primeros rusos occidentalizados, casado con una mujer de origen europeo y que había adoptado costumbres muy rupturistas para el estilo ruso.
Natalia Kirillovna Naryshkina no era hija de Matveev sino una suerte de pupila a la que ellos habían acogido para educarla.
De todos modos, Alexei tuvo que someterse al simulacro de un concurso de novias en el cual el clan Miloslavsky presentó muchísimas candidatas para marear al zar sin éxito.
Tras revisar a 70 candidatas, Alexei eligió a Natalia. Los conspiradores hicieron correr el rumor de que la candidata estaba enferma. Pero no hubo caso: siguiendo esta vez a su corazón, Alexei se casó con Natalia, el 1° de febrero de 1671. El zar tenía 42 años y la zarina 19.
Su protector, Artamon Matveev se convirtió muy pronto en el jefe de hecho del gobierno ruso.
Al año siguiente, Natalia y Alexei tuvieron un hijo varón, el futuro Pedro el Grande. A diferencia de sus hermanastros, era un niño fuerte y sano.
Natalia, criada al estilo occidental, fue la primera zarina en dejarse ver por el público -por ejemplo, al pasear en carruaje- y asistir a algunas ceremonias, lo que causó escándalo. Pero el zar estaba enamorado. Ella también logró que su esposo construyera una Cámara de la Comedia y un teatro en el Kremlin.
Cuando Alexei murió, a los 47 años, la sed de venganza de los Miloslavsky se ensañó con Natalia y con toda su familia. Ella y el pequeño Pedro fueron expulsados de la capital. Fedor, el mayor de los hermanastros de Pedro se convirtió en zar.
Pero cuando Fedor murió a los 21 años sin dejar heredero, estalló de nuevo la lucha por el trono. Dos eran los aspirantes: Ivan, de 15 años, y su medio hermano Pedro, de 9 años.
Iván era el primero en la línea de sucesión pero era retrasado física y mentalmente. Para la idea místico religiosa que los rusos tenían de sus monarcas, un retraso mental no tenía importancia: Iván era la encarnación de la divinidad. El rumor sobre un intento de envenenamiento del joven desató un levantamiento. El Kremlin fue tomado y saqueado y varios representantes del clan Naryshkin, los parientes de Natalia, fueron cruelmente asesinados, entre ellos, dos de los hermanos de la zarina y su mismísimo protector y hombre fuerte del régimen hasta la muerte de Alexei, Artamon Matveev.
Se dice que en el pequeño Pedro, entonces de 9 años, el espectáculo del asesinato de sus tíos fue causante de un trauma que le generó epilepsia y, en la adultez, verdaderos ataques de ira. Él y su madre se salvaron de milagro. Finalmente, se llegó al acuerdo de que ambos niños serían coronados, y que su tía Sofía, hermana de Alexei, sería la regente.
Años más tarde, siendo ya Rusia un poder reconocido, los zares empezaron a buscar esposa en dinastías europeas, con el fin de consolidar alianzas.
De hecho, la última zarina, Alejandra, era nieta de la reina Victoria de Inglaterra. Bautizada como Alix, su padre era el duque de Hesse-Darmstadt -hoy territorio de Alemania- y su madre, Alicia del Reino Unido. Al casarse con el zar Nicolás II, tomó el nombre de Alexandra Fiódorovna al convertirse a la fe ortodoxa rusa.
Ya conocemos su trágico final: ella, el zar y sus cinco hijos fueron fusilados por los bolcheviques en 1918. Lo que confirma que, ser elegida zarina, con o sin concurso, implicaba un destino muy incierto y que se podía pasar de la gloria a la tumba con gran facilidad.